lunes, 1 de agosto de 2011

Texto de presentación de la novela "Resto que no cesa de insistir" de Julián Pérez




En la obra de Julián Pérez ha existido la obsesión por el retrato humano del conflicto armado que sacudió a la sociedad peruana a fines del siglo XX.  También otra, por enriquecer, desde los recursos del castellano del Perú, del castellano andino, la potencia artística de los intrincados y violentos monólogos de la novela de Dostoyevski. Resto que no cesa de insistir (Atalaya: 2011) es una transformación del monólogo habitual de Julián Pérez para desvelar los laberintos de la violencia consustancial al orden del mundo recibido en el Perú, para distinguir, entre los simulacros que enmascaran la conciencia de una esclavitud permanente, los resquicios de humanidad desde la cual construir una nueva e impronunciada libertad. “Lo que a veces sucede es que mi alma desea a toda costa asumir la solución de todos los dramas por los que ha transitado el género y la especie”, señala la voz multifacética y transtemporal que genera Resto que no cesa de insistir. Ese es el tamaño de la ambición que la novela misma asume como su trama fundamental y su más alto riesgo. Su drama es, presuntamente, el de un interno de un manicomio que vocifera,  cavila, poetiza, profetiza, ladra, como titán de costillas devoradas por ave carroñera, las condiciones que perpetúan su opresión. El culpable de ello es la Rata, sobrenombre que impone sin miramientos al médico que lo trata, que recurre a chorros de agua a presión, a terapias halagüeñas, a la disciplina militar y a la tortura, para someterlo a los fueros de la normalidad. Como puede presumirse por la extrema lucidez de un discurso que canibaliza con arbitrariedad (pero con seducción) una cuidadosa variedad de espacios y tiempos, la locura es solo el nombre sencillo, sin complicaciones, para la marginalidad radical, para aquello que, por solo existir, cuestiona la lógica de cualquier orden, y cuya vigencia en medio de la domesticada conformidad entraña la gesta digna, solitaria, trágica por invisible, de la más extrema rebeldía. Del mismo modo que Raskolnikov, Juan Pablo Castel o Ino Moxo, el rapto de la locura es, de modo paralelo, el rapto de la iluminación sobre los fastos ilusorios del mundo. En Resto que no cesa de insistir, la locura es el trance indispensable para traspasar las bambalinas de la complaciente realidad que silencia los graves delitos y la inmundicia de sus cimientos. El recurso literario como tal es milenario y se remonta a los trágicos griegos. La inflexión que de ella hace Julián es profundamente singular.

Así, la voz del orate, del hombre salido de sus goznes, refiere como fundamento de su estirpe a la simiente del gran Puca Toro, montonero mítico que enfrentó a los realistas en Huamanga, bajo el mando del jefe de montoneras Cayetano Quiroz, durante la guerra de independencia en 1822. Puca Toro es un guerrero experto, un rebelde ayacuchano, un indio grande y libre, y es, además, una forma de dios secular que guía la deriva de su estirpe como patrón fundamental, cuyas sucesiva progenie tiene en él la forma ideal de su misma naturaleza. Por eso no es de extrañar la conciencia que enuncia Resto que no cesa de insistir pueda hablar desde cada instante de una rebeldía centenaria, desde la perspectiva de Puca Toro, del hijo de este, de su nieto y de su bisnieto presuntamente alienado. Ello no solo es la expresión de una cosmogonía familiar peculiarísima sino el medio para transitar desde lo altos de la antigua y lírica vida huamanguina a los vericuetos de la política nacional contemporánea con una capacidad de interpelación de amplísimo rango: desde las preguntas existenciales hasta los comentarios furiosos, lapidarios, sobre la vacuidad del espectáculo difamador en que ha devenido el oficio de periodista.  Así, la voz del demente es  una conciencia ampliada por la de sus ancestros y también una suerte panóptico invertido, donde el paciente encadenado y víctima de oprobio, no obstante, vigila escrupulosa y furiosamente a todas las encarnaciones de sus carceleros; por ello, su voz multifacética es, en sí, un acto de subversión que enclaustra a los artificios de la Rata y sus secuaces con su vertiginoso brillo y proliferación. Esta es la dimensión singular que adquiere el monólogo del narrador en primera persona de Resto que no cesa de insistir: su tránsito de la mitología familiar andina  a la apropiación, desde el más absoluto de los márgenes, del control del discurso sobre el conocimiento y el orden que presuntamente administra la Rata. Lo medios no solo son el vericueto del mito, sino la denuncia de la falsedad de los supuestos racionales y emocionales de los saberes que displicentemente manipulan los opresores. La novela no solo fuerza a su protagonista al  escrutinio argumentativo del cientificismo y la frivolidad consumista (las murallas  más altas del calabozo para locos) sino que también los  sataniza  y amenaza, como hace un orador en el ágora pero también como un sacerdote al demonio en un exorcismo. De ahí que la voz narrativa se adhiera tanto a la disquisición del ensayo como al vituperio más sórdido, a la carajeada contra el supay, el demonio. El narrador deshilvana a fuerza de escalpelo verbal, como el Puca Toro con la lanza,  la complacencia del científico fariseo y opone a él el conocimiento del sabio. Sabios son, para la voz del presunto demente, el linaje de Puca Toro, Vallejo y Proust, los mayores indios muertos, el padre, fundamentalmente artífices de historias y de lenguaje cuya virtud no es oprimir la imaginación sino liberarla. Antes que una fantasmagoría más, el loco lúcido de Resto que no cesa de insistir considera, con insuperable arrebato de autoconciencia, que las palabras, el estrato de lo simbólico, son su asunto y su combate, aquello que debe hacerse  y rehacerse, hilarse y rehilarse, incansablemente, en castellano artístico, en castellano de los sabios, en castellano de los oprimidos, para socavar la estabilidad de  los dichos de la Rata. Si el mundo que expresan las palabras se somete a la permanente movilidad de estas, el mundo cambia y los imperios caen. Pero el loco no es un ingenuo; sabe que el mejor verso de amor no reemplaza una acción realmente emancipadora, que una vida, la suya, apenas ha sido suficiente para, entre reclamos y gritos, entrever los corroídos intestinos pestíferos de toda rata. La marcha hacia la muerte del loco, que ocupa las últimas páginas del libro, expresan, en contraste con la amargura del escarnecido y no obstante rabioso enunciador de la páginas iniciales de la novela, un ajuste de cuentas lírico sobre la posteridad y el amor filial que, en tanto expurgado de lecciones edificantes, pedagógicas, resulta más preciso, hondo y, paradójicamente, épico y esperanzador.  Este es, quizás, el “resto que no cesa de insistir”, el remanente que sobrevive al descorrimiento del velo de todas las falacias y la evidencia de la misma finitud, el requisito de cualquier libertad. Caníbal de sí mismo, Julián Pérez llama a su loco Julián.

Resto que no cesa de insistir no se agota en su encarnizado logro por refutar a fuerza razón y maldición el avasallamiento de quinientos años de historia desde una  perspectiva universalista del conocimiento, que rechaza la domesticación del ser humano por sus explotadores. Son también consistentes e inspiradas sus reflexiones sobre el amor, sobre la política menuda, sobre el oficio literario y sus protagonistas, y también lo son sus voluntarias cacofonías, sus desvaríos horrísonos para despistar sobre la cordura de su protagonista, y los variadísimos comienzos en falso de las muchas historias que la voz carente de bozal, por su furor, y entrecortadamente, por su urgencia, consigue proferir. Como todo ello trasunta, en Resto que no cesa de insistir cada delirio que se permite su narrador es también la invocación de una técnica de la digresión y la ampliación del mundo referido, y cada ampliación es un debate nuevo que se emprende y encabalga con los anteriores. Pero basta para celebrar la aparición de la novela que sea la primera que, desde el asunto andino, enlaza, con acerada concisión, filosofía y mito, historia y política, cultura popular y alta cultura, coyuntura y posteridad, un compendio abierto de lo que es edificar una mirada sucinta y totalizadora desde una conciencia honesta hasta la crueldad sobre su propia condición de oprimida, que con esa habilidad diseccionadora escapa al estrecho marco de los géneros y de las corrientes, que consigue en la contundencia de su voz la nítida condición  de la obra de arte sin más adjetivos.

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